La palabra inútil

 La palabra inútil era para mí lo peor que se podía decir de algo o de alguien. Consumo de aire sin sentido. Trasto. Un choque contra mi mentalidad facilitadora, tal y como la definió una de las muchas psicólogas que me han tratado.

Inútil era el calificativo para quien no era capaz de resolver sus problemas y dudas. No por falta de capacidad, claro está. Inútil sólo servía para personas que no querían afrontar sus realidades, aquellas que tiraban la piedra y escondían la mano. Las que se escondían detrás de otros para ver desde la barrera cómo les solucionaban los problemas. Menores de edad mental que no querían crecer.

Hace unas semanas me sorprendí a mí misma llamándome inútil. No me había pasado nunca antes. Me he regalado las barbaridades más agrias y salvajes pero nunca me había llamado inútil.

¿Qué ha pasado para llegar a ese extremo? Realmente no lo sé. Es cierto que hay problemas que cuesta más afrontar y que producen más ansiedad pero no era ese el motivo. Me llamé inútil porque se me caía una canilla de hilo una y otra vez. Y cuando estaba en el suelo me costaba varios intentos recogerla. Y por primera vez en mi vida me sentí inútil. Pero lo realmente importante no es que el hilo rodase por el suelo de mi habitación. Lo realmente importante es que he entendido que lo de ser inútil no es una elección.

Y no, no soy inútil. No voy a recuperar la sensibilidad en las manos y los pies. Hay que aceptarlo y aprender a vivir con ello. Soy capaz de muchas cosas, más de las que imagino. Tendré que cambiar algunas y aprender muchas otras. Se me caerán las cosas y me caeré yo. Pero me volveré a levantar.




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